miércoles, 13 de abril de 2011

La vieja, vieja Europa y la sed de libertad de Túnez.

Invitamos a quien considere erróneas las informaciones detalladas en este texto a que postee los comentarios que considere conveniente corrigiendo esos posibles errores.


La ultraderecha asciende en la carrera política francesa e italiana y la Eurocámara se tiñe de conservadurismo. Mientras, las revueltas por la libertad en el Magreb continúan.

Jesús Espinoza

Hace poco más de un mes, y coincidiendo con las revueltas populares que derrocaron los gobiernos autocráticos en Túnez y Egipto, oleadas de inmigrantes empezaron a desembarcar en la Isla de Lampedusa, el territorio más meridional de Italia, de 22 km2 y suelo árido, pobre y sin agua corriente. Los 200 inmigrantes arribados el 11 de Febrero pasaron pronto a contarse por miles: 3000 sólo 3 días después y 6300 dos semanas más tarde. El recuento nos lleva hoy hasta la cifra de 28000 individuos.

Las reacciones en Europa no han sido ni variopintas ni sorprendentes si tenemos en cuenta la atmósfera política que reina hoy en día tanto en los gobiernos nacionales como en las instituciones centrales europeas. La vieja Europa es hoy más vieja que nunca, debido al triunfo del conservadurismo y la xenofobia en las políticas públicas de sus países más aventajados.

Un ejemplo es Francia. Un año después de la controversia creada en torno a las deportaciones de gitanos y las declaraciones de Viviane Reading, que las comparó con las que perpetraran los nazis en su momento, el gobierno de Sarkozy impuso controles en las fronteras con Italia para impedir el paso a los inmigrantes tunecinos, en una flagrante violación del acuerdo Schengen. En respuesta, el gobierno Italiano ha expedido recientemente permisos de residencia de seis meses para algunos de los inmigrantes tunecinos, permisos que podrían considerarse un salvoconducto a través del territorio de la UE, quedando incluidos aquellos países como Alemania, Bélgica y Francia, que se han mostrado recelosos y han prometido investigar la legalidad de esta medida.

Europa tiene una larga historia como tierra de acogida a refugiados políticos. Se podrían citar muchos casos, como la otorgación de refugio a los disidentes chilenos en Dinamarca y Suecia durante los años 70, o a los cubanos en España, en un exilio que aún dura. Con las nuevas políticas sobre inmigración, este pilar se ha quebrado y desmoronado, y con él parte del espíritu que imbuía la Carta Europea sobre los Derechos Fundamentales. Desde el inicio del éxodo tunecino ha habido declaraciones que constatan esta debacle, como la de Umberto Bossi, que en declaraciones a la prensa italiana gritaba a los tunecinos de Lampedusa “¡Largo de aquí!” mientras mostraba su dedo índice extendido hacia arriba, o las de Claude Guéant, cuando afirmaba ante la amenaza de la inmigración libia “la France doit rester elle-même”.

No es de extrañar que, ante la caída de su popularidad en Francia y en el resto de Europa, Sarkozy responsabilice de ello a la crisis. Tampoco extraña, aunque sí resulta más preocupante, el ascenso de la ultraderecha xenófoba en el panorama político, tanto en la misma Francia como en Alemania, Holanda e Italia, y su efecto en el Parlamento Europeo. Corporaciones como la Liga Norte, aliada de Berlusconi, han sido capaces de imponer duras políticas de inmigración en su país y de extender la histeria contra el inmigrante a toda Europa. El ascenso a primera división en la arena política del Frente Nacional de Le Pen es una clara muestra de que muchos europeos comienzan a verse identificados con el discurso anti-musulman, anti-árabe, e incluso anti-inmigrante.

Un asunto de importancia para esta nueva clase política europea es el recuento de los “card-carrying” musulmanes, si se me permite utilizar esta expresión macartista. En una comunicación a la prensa, el actual Ministro del Interior francés, Claude Guéant, calculaba que en este momento, sólo en Francia, podían encontrarse del orden de 5 a 6 millones de musulmanes según sondeos realizados por el ministerio. No obstante, según otro estudio, cuyos resultados han aparecido en el diario Le Figaro (7-4-2011), los musulmanes que viven en Francia son 2,1 millones. ¿A qué debemos esta disparidad? Según el mismo diario, al simple uso que el ministro Guéant ha hecho de lo que llamaremos “el sesgo de origen”. En su sondeo, el Ministerio ha hecho un recuento de los inmigrantes procedentes de zonas con mayoría musulmana o cuyos padres procedían de zonas donde el Islam es la religión dominante. En cambio, la estimación del otro estudio se refiere al número de residentes franceses declarados musulmanes.

¿Acaso este recuento efectuado por el Ministerio del Interior francés no lleva la premisa implícita de que ser musulmán es algo indeseable y fuera de toda lógica del comportamiento esperable de un buen europeo? Por lo visto, al Ministro Guéant no le importan en absoluto los ciudadanos franceses que, en aras del derecho natural que tienen a elegir su propia fe, y por las disposiciones del tratado de Lisboa, eligen el Islam como la fe que quieren profesar. ¿O será quizás que no considera real la posibilidad de que un francés o una francesa quisieran ser musulmanes?

Ya desde antes de las revueltas tunecina y egipcia, a los europeos se nos sugiere –y se nos intenta vender cada vez con menos tapujos –un mensaje que contraría el espíritu de solidaridad de la Carta Fundacional de la Unión. Un mensaje que dice que el musulmán es pobre, sucio, ignorante e inconsciente, un apestado que amenaza con extender su cultura enferma a nuestro hogar, a nuestra familia y que puede acabar contagiando a nuestros hijos y convertirlos también en sumisos a la ley de Mahoma. Este estado de miedo ante la amenaza ya estaba presente antes de que la derecha fuera mayoría en la Eurocámara, y lo cierto es que tanto los grupos conservadores como la ultraderecha europea están dando muestras de saber aprovecharlo muy bien a su favor en los comicios.

Soy de la opinión que las revueltas del Magreb han dado una lección al mundo sobre nuestras postulados acerca de las ideas de los musulmanes. Han sido y siguen siendo una muestra de que la libertad y la democracia, conceptos de los que es típico oírnos presumir en Occidente, pueden germinar también en los corazones de los musulmanes. No es, pues, nuestra cultura la que corre peligro de contagiarse de una suerte de virus islamista, sino más bien al contrario. Es la Sharia, el sistema político autocrático que lapida mujeres adúlteras, entre otras cosas, la que corre el peligro de contraer la influenza de la libertad. El único peligro que corre Occidente es el de quedarse sin petroleo.

La semana que viene postearé sobre el informe Goldstone y la controversia que ha acompañado a su autor desde hace unos meses. Hasta entonces, que el ánimo les acompañe.

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